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Premio Cervantes 2003
Discurso Integro
Día 23 de abril, Universidad de Alcalá de Henares (Madrid)
Señor, Señora:
Ocupo en estos momentos de la recepción del Premio Cervantes esta
prestigiosísima cátedra del Aula Magna de esta Universidad de Alcalá, de
un tan alto grosor y peso en la historia intelectual y cultural de
España, porque en ella me ha instalado por unos momentos la gratuidad de
dicho honor y distinción, para agradecerlos, y mostrarme comprometido a
hacerles honor en la medida de mis fuerzas. Y las necesitaré porque, en
este caso concreto del Premio Cervantes, hay ciertamente, para quien lo
recibe, un plus de deuda y exigencia más allá de la literatura. Lo que
queda explicitado, con sólo aludir a la entidad y significación del
nombre de dicho galardón, y de las manos de quienes se recibe.
Por su obra entera, en efecto, y de modo muy especial por el uso que
de la lengua hace, se ha convertido Cervantes en símbolo o hasta
encarnación de España, y la Corona lo es por la naturaleza y significado
mismos de la institución y su historia, que han estado ligadas, como va
de suyo, a esta empresa de la lengua. Y ello, tanto por conciencia de
lo que la lengua implica en la comunidad de la que la Corona es cabeza,
como por la atención personal de los monarcas, manifestada ampliamente
en patrocinios, mecenazgos, protecciones, ayudas y espoleos; y de una
manera muy singular, y como recogiendo toda esa herencia, se muestra en
la preocupada atención de los actuales Reyes de España. Y no únicamente
en el ámbito de ésta, sino en el otro magno ámbito de las naciones que
hablan español, y componen una como provincia entera de la cultura
humana, por encima y por debajo de la diversidad política u otras
diferenciaciones de cualquier tipo. El español nos rige.
La realidad es ciertamente de estas dimensiones, y, consciente de
ello, quizás me conviniera callarme con la mera enunciación de mi
agradecimiento y mi disponibilidad personal, como ya he hecho, que poca
cosa es, aunque la única hacedera para mí. Lo que pasa es que ser
escritor – o escribidor como me gusta decir para quitar empaque a un
oficio que al fin y al cabo es tan modesto – supone andar metido en
todas esas responsabilidades de la lengua para nombrar al mundo, como
desde lo que llamamos literatura se nombra, y John Keats nos explica tan
hermosamente cuando nos dice que hay que hacerlo, teniendo los pies en
el jardín de casa, y tocando con un dedo en las esferas del cielo. Con
estas pretensiones y necesarias auto-exigencias vive un escribidor,
aunque nunca las logre, y, porque sabe esto, a algún árbol tiene
entonces que arrimarse, que dé sombra a esta empresa. Y, en esta gran
provincia universal del español que antes decía, tenemos al señor Miguel
de Cervantes, que es nombre y olmo altos, y cuenta y pesa en los
pensares y sentires universales y hondos.
En las viejas y algo destartaladas escuelas rurales, y en las otra
aulas de luego estudios medios y superiores, a veces de no mucho mayor
acomodo, sucedía, sin embargo, algo tan extraordinario como en el cuento
de la Cenicienta, cuando ésta se queda en casa a realizar las azanas
más serviles de ella, mientras su madrastra y sus hermanas asisten a una
brillante fiesta en un palacio. Esto es, sucedía que aparecía una
carroza de cristal en la que iba un príncipe, nos invitaba a subir a la
carroza, y partíamos. No sabíamos adónde, y ni siquiera si
regresaríamos.
Tal y tan fantástico, en efecto, es, en el acto de leer, el
encuentro primero y radical con un escritor y una escritura, que se nos
hacen admirar, cuando tenemos intacta todavía nuestra capacidad de
maravillarnos, incluso si entonces no le entendemos a derechas, ni
podríamos entenderlo. Nos bastaba saber que aquellos hombres eran
grandes para rendirles nuestro respeto y entregarles nuestra fiducia. Y
había que hacerlo, y lo hacíamos sobre todo con uno de ellos, un señor
Miguel de Cervantes que era titulado Príncipe de los Ingenios, pero del
que sabíamos su verdad, tal y como Mayans y Siscar la enunciaba al
escribir que, viviendo fue un valiente soldado aunque muy desvalido, y
escritor muy célebre pero sin favor alguno. Y aún peor, porque, a fin de
cuentas, era, y es, escribidor, que ponía y pone a sus lectores en esa
misma situación que él mismo describió cuando decía que lo único
importante era caer en la cuenta de que se tiene un ánima, y esto es en
lo último en que queremos caer en la cuenta cada uno de nosotros, porque
si la locura de la sinceridad se apropiara del mundo ¿qué quedaría del
mundo?, y, cuando me tome la locura de la sinceridad, ¿qué quedará de
mí?, nos preguntamos todos, consciente o inconscientemente, con Marcel
Jouhandeau.
¡Dios sabe lo que diría el señor Miguel de Cervantes de las cosas y
aventuras de ahora! Él es uno de los antiguos rostros pálidos europeos
de los que, según la modernidad, no puede importarnos nada, y del que
para nada necesitamos desde la altura de estos tiempos; de manera que no
es que esté escondido por amedrentado con estas altanerías, sigue por
donde siempre sus pasos y costumbres fueron; y no es que no sea
reconocible, sino que no tendríamos nada que conversar con él, si nos lo
encontráramos como en otro tiempo. Pongamos por caso en una posada o
mesón, charlando o jugando a las cartas, yendo a pie, o jinete en asno o
mula de eclesiástico, en algún alto de un viaje, o, desde luego,
escribiendo en un aposento de su casa, con la mano entumida apoyada en
su mejilla y en la otra la pluma, y con la mirada pasmada buscando
palabra exacta, carnal y verdadera, para lo que trata de escribir.
Mi hermano trata de sus cosas en su cámara, decía su hermana Andrea,
cuando por el señor Miguel de Cervantes se preguntaba, en su casa de
Valladolid. Porque mi hermano, por ser hombre que escribe e trata
negocios, e que, por su buena habilidad, tiene muchos amigos.
Y sus cosas eran que tenía visitas de banqueros de Portugal y Caballeros
de Santiago, o andaba en sus figuraciones de escritura, y negocio de
las palabras, como diría ahora mismo el Maestro Luis de León, que por
estas aulas alcalaínas pasó aprendiendo. Y trataba este negocio de las
palabras el señor Miguel de Cervantes, cuando tenía tiempo, o el tiempo
le sobraba porque ya no tenía empleo como no fuera el de tratar con
impresores, o quizás de ver como se arreglarían las viejas cuentas de
los tiempos de sus recaudaciones andaluzas, o de forjar y armar algún
negocio, en la medida en que un banquero ha de hacer negocios con quien
no tiene dineros, aunque sí melancolías de Italia y hasta quizás de
Portugal sólo entrevisto. Porque también las tenía de las ínsulas y
navegaciones de los mares del Norte, y nunca había estado en ellos, pero
guardaba amores y laceraciones allí ocurridas en esas mismas tierras y
mares de su ánima, que ya serían, en adelante, verdaderos para todos
nosotros.
No era seguro siquiera que el señor Miguel de Cervantes tuviese una
estancia para sí mismo, siendo tan estrecha la vivienda y viviendo el
allí con cinco mujeres, sus deudos, y vecinos de vidas pobres y
dobladas. Quizás nunca tuvo esa estancia para sí mismo que Virginia Wolf
y Teresa de Avila querían para ser, y ser ellas mismas, salvo cuando en
Sevilla su amigo Tomás Gutiérrez, un antiguo cómico, se la cedía en
aquella su posada principesca. Toda la vida debió de estar buscando tal
estancia. Es decir, lugar para estar y escribir, que fuese de condición
apartadiza y con silencio, desde el que no se oyeran voces ni ruidos
descompasados, y en el que todo no fuera un entrar y salir, y un decir
continuo de voy a por esto, me he dejado lo otro, preguntan a la puerta
por vuesamerced, ha llegado una carta y hay que pagar su porte. La casa
de Tócame Roque era aquella casa de Valladolid, aunque quizás la
recordase luego cuando la tranquilidad de su otra casa de Madrid estaba
hecha no del silencio como de Cartuja, sino de silencios de olvidos, y
de pesares que pesan, y no dejan hablar ni escribir, con ellos sobre el
ánima. Pero de ésta, del ánima, hizo casa bien segura, y desde ella
respondía. y responde siempre, porque historia a historia, se hila y se
recuerda.
Así que, recordando por mi parte, el simplicísimo y tremendo prólogo al
Persiles en el que Cervantes cuenta que en el camino de Esquivias a
Madrid. fue reconocido por un estudiante que comenzó a gritar,
entusiasmado: Éste es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre,
y, finalmente el regocijo de las Musas, lo que es resumir, por cierto,
las cosas que habitualmente seguimos diciendo de este hombre y su
escritura, y recordando, asímismo, que él, el señor Miguel de Cervantes,
contesta que no es eso, que ése es un error donde han caído muchos
aficionados ignorantes; yo, señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de
las Musas, ni ninguna de las demás baratijas que ha dicho, yo no
quisiera tampoco decir aquí palabra que el propio señor Miguel pudiera
llamar y llamara baratija, que es decir, retórica, amplificación,
fabricación de ens fictum o realidad fingida, faux brillant; porque son
las palabras las que dan el sentido y no al revés, que decía monsieur
Pascal. Y tal es la gloria y el misterio de la literatura, que es el
alzar vida con palabras hasta de un cuerpo muerto, y asentar en la
verdad las historias que se cuentan.
En la escritura, nadie es grande por su estilo, sino por su gramática;
no lo es por su crítica política, social o de costumbres, sino por tocar
la gloria y la llaga de la naturaleza trunca del destino humano, que
parece revelarse sólo a aquellos que, como el señor Miguel de Cervantes,
prestan mucha atención y tienen mucha misericordia con los hombres, y
desarman con su ironía el nudo gordiano de las paradojas del vivir, sus
insolubles enigmas, aceptándolos como se están y son, y contándolos en
una lengua que, en feliz formulación de Marcel Bataillon, si se la
compara con los guisos condimentados, y hasta salpimentados de su tiempo
aunque no sólo del suyo, tiene la sabrosa insipidez de la leche o del
pan. Más que ningún otro escritor [...] él permanece fiel al ideal de
transparente sencillez que Juan de Valdés había formulado en el Diálogo
de la lengua: escribir como se habla. Estética igualmente, de mis
señoras y señores de Port-Royal des Champs, por cierto; y la misma del
querido Maestro Luis de León, según le contestó a un denunciador suyo
algo redicho, diciéndole que así tan simplemente hablaba y escribía,
porque no sé otro romançe que el que me enseñaron mis amas, que es el
que ordinariamente hablamos.
Este señor Miguel de Cervantes se alimenta de la memoria y de la
escucha, que son la materia del contar; personas y lugares que han
herido su alma, para que la de quienes le lean también quede lacerada
por las palabras, y dé un vuelco; porque del ánima y sus pasiones trata
siempre un narrador de historias, y no de otra cosa; esto es, de la
singularidad de cada vida, y su destino. Para remover otras vidas.
El pensamiento renacentista del que Cervantes es hijo impregna su
escritura de todos los grandes temas y preguntas del tiempo, y no
ciertamente como importados del pensar especulativo y discursivo ajenos y
europeos, como ha sido la tendencia a ver las cosas a veces, quizás
embaucados por la trampa del Prólogo a la Primera Parte del Quijote,
sino porque él mismo, Cervantes, es un humanista, y lleva en su propio
espíritu todo ese problematismo y sus vivencias, pero expresa todo eso,
obviamente, como lo hace un escritor, que es modo bien distinto del
especulativo en que se expresará Erasmo, pongamos por caso. Pero el
Cervantes contador de historias es un humanista más, entre los que
reclaman para la literatura el estatuto de conocimiento, y maneja él
mismo los mismos topoi y categorías, o imaginarios, del tiempo; tales
como la moria, los fantasmas, y el stultus, o scurra, a su modo de
escritor, como digo; y también están en sus pensares los otros asuntos
de la gloria de las letras, la pertinencia de las lenguas vulgares para
nombrar el mundo y como lenguaje de disciplina, pero, desde luego de
manera eminente, en el diario vivir humano para verdad y eficacia del
nombrar; y están, en fin, la dignidad, la fineza del sentir y de la
palabra de los más sencillos, y de los seres de desgracia. Y de tal
manera esto último que Cervantes puede, y debe, ser incluido, sumo honor
realmente, en ese pequeño número de genios verdaderos que Simone Weil
señala como los únicos dignos y capaces de mostrar la desgracia y la
condición de los aplastados por ella, y que no debemos confundir con los
poseedores de talento, que es muy otra cosa; algo brillante y ruidoso
siempre desde luego, pero, como Ernest Renan pensaba, al fin y al cabo,
sólo la forma más baja de la inteligencia. Estamos hablando de quienes
no producen las genialidades y esplendores del talento, sino que se
asoman a pozos y a abismos, o desposan sencillamente los susurros y la
misericordia. De manera que no podemos ofender el lenguaje de Cervantes,
declarándole por nuestra cuenta dechado y falsilla de la buena prosa,
porque baratija sería; se trata del lenguaje, - armonía y dulzura, para
utilizar otra fórmula frayluisiana -, que hace que vivamos y desperemos,
que nos lacera, o por el que nos llena de alegría aquello que leemos y
una escritura dice; esto es, realmente una lengua carnal y verdadera, y
no una alquimia o juego de palabras, pura técnica del ars dicendi, un
aspecto en el que Cervantes se apartaría del pensar, del sentir y del
uso de su tiempo, que pertenece a un nivel de realidad, al fin y al
cabo, formal e instrumental, incluso si es soberbiamente retórico. Y
aquí me remito a una especie de palabras fundantes al respecto del
profesor Lázaro Carreter, cuando escribe que don Quijote es un héroe
novelesco enteramente insólito, inimaginable en época anterior: un
enfermo por la mala calidad del idioma consumido; y la mala calidad es
la de toda lengua que no nombra, por coruscante que sea y nos deslumbre.
Y lo es la de la lengua instrumental y ahí-a-la-mano, banalizada y sin
sonoridad a ser humano y a grosor de siglos, o la lengua encanallada por
los dos grandes totalitarismos y la comercialidad de nuestro tiempo,
que ciertamente nos llevan a la locura y al crimen - porque en la base
de ambos está, desde luego, la gramática - y nos impiden el conocimiento
y el autocomprendernos en el mundo, que es para lo que se escribe. Herr
Martin Heidegger describía a la palabra como la casa del ser; pero
nosotros, aunque mucho más modestamente, podemos alzar nuestra
experiencia de este negocio cervantino de las palabras que nombran,
comprobando, en verdad, que sólo ellas nos instalan en el conocimiento y
abrigaño en los adentros, y nos permiten no permanecer en la pura
instrumentación y desamparo.
En la casa levantada con palabras por el señor Miguel de Cervantes, y
ahora mismo, podemos nosotros escuchar esas voces que hablan de
nosotros, y de los hombres de cada tiempo, como ocurre siempre con los
personajes y las voces de las grandes creaciones literarias, incluso si
un tiempo como el nuestro no quiere saber nada de historia, ni de
historias de hombre, y el oficio de novelista es una tarea profundamente
misteriosa que molesta al mundo moderno, como comprobaba, hace ya
cuatro décadas, la novelista norteamericana, Flannery O´Connor. Pero
aquí, Cervantes nos repite, ahora, no con ninguna clase de autoridad
postiza que jamás tuvo, sino con su antigua palabra susurrada y
poderosa, que él nunca quiso irse con la corriente del uso. Porque los
usos pasan, y van a dar a la mar, derechos a se acabar y consumir, pero
los hombres necesitan siempre una gran misericordia y viático de ironía,
para vivir apacible y serenamente, y como hombres, incluso en medio de
desazones y tormentas. Y de armar historias, para nuestro conocimiento y
consuelo precisamente, se ocupaba el señor Miguel de Cervantes, en la
cámara de su casa, en su mechinal de posada, o en su baño de Argel, o
incluso cuando ya la muerte le dio cita y plazo, que no otra cosa es ese
castillo de cristal del Persiles, tallado como un diamante oscuro,
porque es como un resumen, - la fragancia del vaso, que Azorín diría
admirablemente - de todos los sueños y enigmas de los hombres; una
callada armonía de voces y decires, historias de mil vidas que, al
decirse, implican otras vidas, y otros tiempos, y todos los anhelos del
vivir desviviéndose, en ínsulas extrañas, las de los adentros, en las
que aquellas historias se sajan y revelan; o quedan en el misterio
enquistadas. Y todo ello contado con tan suave cuidado y dolorido
sentir, tanta misericordia, en una lengua antigua y tan sin tiempo, como
Bach componía con sus anacronismos sus caprichos de alabanza o piedad;
como candelas para luz del alma, que eran a las que volvía sus ojos don
Quijote, a la hora de morir, queriendo entonces hacerse caballero de una
Caballería perdurable.
Hay en ese sueño, que es el Persiles, un tal atendimiento a la precisión
y armonía de la lengua, en efecto, que ciertamente ahí se aúnan el
espíritu de fineza y el de geometría, de los que hablaba Pascal, y
componen un discurso como el de Spinoza; y de tal modo se torna obsesiva
la cuestión de la honestidad del pensar y el escribir contando
historias verdaderas, que todo eso sitúa también al señor Miguel de
Cervantes, entre ellos e inter pares, en los otros altos momentos del
pensar y el sentir barrocos. Baruch de Spinoza tenía en su biblioteca
las Novelas Ejemplares de Cervantes, y conocía a un hombre de letras
que, por alguna laceración en su existencia, también se creía de cristal
como el licenciado Vidriera cervantino; y guiños son éstos que hace la
vida como las novelas que son vida, aunque no se ajusten a cánones como
las del señor Miguel de Cervantes, sino que estén regidas más bien por
el spinoziano sentir de que no se debe reír ni llorar ante la aventura
de la vida humana y su oscuro discurrir y destino, sino sólo tratar de
comprender, y que es mejor un sueño o esperanza gozosos que la
certidumbre de una desgracia. Lo que ni ahora ni nunca, desde luego, va,
ni irá jamás, con la corriente del uso.
Cervantes sabe, y lo muestra - y esto sólo lo saben y lo muestran los
grandes que con su gramática nombran el mundo y las historias de los
hombres como lo hizo Adán con los animales - que todo es nada, sólo
niebla y humo, y que también el escribir lo es. Qohélet ya lo había
avisado más de dos mil años antes, pero también que no se dejarían de
escribir libros, porque, al fin, el mundo y el rostro de los hombres y
los libros humo son, pero también gloria y alegría, y hay que desposar y
vivir éstos, antes de bajar a lo oscuro, amparados a la luz del alma. Y
esto es caer en la cuenta de que se tiene una, como el señor Miguel
decía, según apunté más arriba, y de que ésta está siempre inquieta por
la verdad y la hermosura. La escritura alimenta ese anhelo, y lo
satisface con sus transfiguraciones y presencias reales.
Las grandes horas de España, como las de cualquier civilización y
empresa del espíritu, siempre de la corriente del uso se separan y
desgajan. De la tensión y entrecruce de pensares, sentires y vivires, de
la España de las tres leyes – única en Europa -, y de la de la interior
aventura de los conversos - que es un hecho mayor en la cultura
europea, porque ahí nace la conciencia no del yo cartesiano sino del yo
existencial y vívidero -, se origina el más alto esplendor de nuestra
hermosura literaria, en toda la enorme provincia misma de la Hispanidad
de la que antes hablaba, y en las comunidades donde se da aún la
pervivencia del judeo-español, que nuestra ánima lleva y preserva.
Deseo, para España y su cultura, que, abiertas y entrecruzadas con los
sentires y saberes del mundo entero, porque el solipsismo cultural es un
puro sinsentido, se sigan estando en su ser mismo, y que allí donde
estén ellas, esté el centro, como, en la gloriosa discusión sobre quién
presidiría la mesa, dijo don Quijote a Sancho en casa de los duques; y
no a tontas ni a locas precisamente, sino sabiendo. No a baratija, sino a
ánima, como yo quisiera haber pergeñado un apunte o silueta, aquí, ante
ustedes y en la presencia de los Reyes de España, acerca del señor
Miguel de Cervantes, de nuestra lengua, y de quienes en el ancho mundo
la hablan, o la entienden, y la aman.
Majestades, acepten este mi deseo como un voto antiguo, al que nobleza
obligaba, ya que he quedado enrolado en este negocio y vinculación
cervantinos por la distinción misma que se me ha concedido. La civilidad
y la cristiandad, dice Pascal que impiden hablar de uno mismo, y hasta
pronunciar el primer pronombre personal; pero espero no faltar a esta
gramática, que llevo en mi propio corazón, si sólo apunto a ese mi yo un
solo instante para decir, sencilla y nuevamente: GRACIAS.
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